Defensa de Eros
Federico Reyes Heroles
27 Ene. 09
Para Beatriz, por nuestros besos.
Hoy podríamos hablar del espléndido discurso de Obama, de los contenidos simbólicos en su toma de posesión, de sus primeros pasos. Podríamos retomar el tema de la deforestación galopante y de sus consecuencias en el abastecimiento de agua. Temas no faltan, pero, por fortuna, mis colegas de plana se han ocupado de abordarlos. Me siento relevado. Hay, sin embargo, una cuestión que dejó de ser anecdótica y que me ofende.
Al levantarme, lo primero que espero es un beso, ya sea de mi esposa, de mis hijas o incluso de Cronos, nuestro perro. Por supuesto, quiero terminar mi día con besos, y si a alguien se le pasa lo reclamo. Durante, el día beso con gusto a mis amigas y hay uno que otro cuate que me deja sentir el cachete. Con frecuencia, mis besos van acompañados de un largo abrazo, sobre todo cuando ha transcurrido tiempo de no ver a alguien.
A mi mujer la beso al menor pretexto, igual en la oscuridad de un cine que en un museo. Los museos me provocan besarla. Alguna extraña asociación habrá en mi mente. Todo esto para decir que no creo ser un depravado, pero sí un besucón. Vamos, me resulta difícil imaginar la vida sin los besos.
El beso es una forma de expresión humana, es la externalización de un sentimiento que puede ir del amor fraterno o filial, de la muestra de amistad y cariño, a la franca insinuación erótica, o incluso puede ser señal del comienzo de un episodio amoroso. Hay así una rica gama de besos que desnudan lo que se lleva adentro. Ése es el gran valor del beso. Difícil fingir besando. Ningún sentimiento humano es en sí mismo ofensivo. Hay muchos países en los cuales los varones se besan. Pocas cosas tan bellas como el beso de un hijo a su padre. Las costumbres cambian. La actitud hacia los besos es un buen termómetro de la tolerancia de las sociedades.
Recuerdo un día, cuando vivimos en Chicago, visitábamos el Art Institute, un gran museo, cuando mi mujer y yo nos dimos un beso, digamos prolongado. Nuestras hijas andaban por allí, pero no percibieron nada raro. De pronto, una señora nos llamó la atención.
El asunto fue motivo de muchas conversaciones sobre cómo en algunos países, en particular en algunas zonas de Estados Unidos, la expresión corporal, táctil, se ha perdido. Los abrazos son poco comunes. La gente se saluda sin tocarse. Padres e hijos se evaden, pueden pasar días enteros sin que la piel registre a otra piel. Hay una distancia intercorporal que debe vigilarse si no se quiere irritar a una persona. Sobra decir que los besos en público casi han desaparecido.
Cada quien su vida, pero por ese camino, de la inhibición de las emociones, terminaríamos persiguiendo las sonrisas o las lágrimas.
Los besos de cariño no parecieran estar amenazados, pero los besos con contenido erótico sí. Por allí anda un Alcalde que tuvo la grandiosa idea de establecer una tipología de los besos para prohibir aquellos que mostraban algo, el erotismo, que por lo visto a él le ofende. El asunto podría parecer una anécdota de un despistado pero, por desgracia, se inscribe en una serie de acciones que, desde hace algunos años, ha puesto en la mira a Eros. Reglamentar las minifaldas, regular la exhibición de los hombros femeninos y yo que sé cuantas sandeces más.
No es entonces un acto fallido, sino una concepción del mundo que quiere imponerse. Todos estamos de acuerdo en que cada quien puede establecer las normas que quiera en su casa. Hay muchos templos, sobre todo en la Iglesia ortodoxa, en los que expresamente se pide a las mujeres no exhibir ciertas partes del cuerpo. Pero, ¿qué hacer con el espacio público?
Reglamentar el erotismo en el espacio público ha sido una tentación de los peores regímenes totalitarios. Creo que no hay discusión en el sentido de que, en un mundo con niños, el erotismo en público debe tener un límite. Lo mismo se aplica en la gradación, por ejemplo, de las películas, o en los horarios de la televisión.
Pero hay una diferencia no menor, un espectacular, una telenovela o una película, al igual que las revistas sexuales o abiertamente pornográficas, son reglamentadas por su impacto masivo. Se reglamenta la producción, el lucro; así, quien quiera tener acceso a ellas lo tiene sin que el contenido se imponga a otros. Uno accede por decisión propia. Pero en el caso de los besos o de la vestimenta femenina, se puso en la mira no la producción masiva, sino el derecho de cualquiera a vivir el erotismo. No se lucra, se vive algo real y cotidiano. Eros es parte de la vida.
Imagine el lector si alguna de estas fantásticas iniciativas prosperara: las mujeres tendrían que pensar dos veces antes de ponerse una blusa escotada o unas sandalias, porque los pies también pueden ser muy eróticos; tendrán que medir la longitud de la falda, y ocultar las espaldas que pueden ser muy provocadoras. Tendríamos que contenernos al besar a alguien. Las primaveras se volverían aburridísimas, las miradas insinuantes serían materia de discusión; muchas caricias llevan un contenido erótico, ¿qué sería de ellas? La tolerancia a lo erótico cambia de sociedad en sociedad y por periodos históricos. Por ejemplo, el nudismo parcial, que en México es muy escaso, en otras sociedades es habitual incluso frente a los niños. Y, ¿los carnavales brasileños?
Por supuesto que hay códigos. Una azafata no se viste como quiere, tampoco una enfermera o un cirujano. Los excesos reciben condena de la propia sociedad. Pero abrir la puerta para que las autoridades regulen nuestro erotismo es otro asunto. Entre menos miedo tengamos a las expresiones humanas más amplia será nuestra libertad. No son anécdotas, sino amenazas. ¡Vivan los besos!
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